11 de enero de 2013

OPINIÓN.

Materia gris La ciudad y el fantasma de la aldea global 
Por Ricardo Forster 
03.01.2013 
“Una vez descubierta, la ciudad es intensa y frágil, no podrá encontrarse de nuevo más que a través del recuerdo de la huella que ha dejado en nosotros: visitar un lugar por vez primera es como empezar a escribirlo.” 
Roland Barthes 
La ciudad y la literatura han caminado juntas, se han entramado la una en la otra hasta volverse indiscernibles, como si ya no pudiéramos atravesar las calles sin percibir que ciertas escrituras secretamente invaden nuestro andar. Borges decía que algunos libros tienen la maravillosa facultad de convertir en recuerdos del lector lo que son experiencias del autor. ¿Cómo imaginar el París del siglo XIX sin Víctor Hugo y Charles Baudelaire? ¿Qué decir de San Petersburgo que no aparezca en Las memorias del Subsuelo de Dostoievski o en La madre de Gorki? ¿Cómo imaginar San Salvador de Bahía sin Los capitanes de la arena de Jorge Amado o algunas calles de Lima sin Conversaciones en la catedral, de Vargas Llosa? ¿Acaso esa extraordinaria y lúgubre ciudad que fue la Londres victoriana no es, en gran parte, el producto de un Dickens o un Conan Doyle? ¿Y Viena no regresa, una y otra vez, cuando leemos las páginas autobiográficas de Stefan Zweig y Elías Canetti? ¿Sin conocer la Dublín de principios de siglo no la hemos internalizado a través de las aventuras de un sólo día del Bloom de Joyce? ¿La poesía tanguera de un Homero Manzi no nos ha inventado una Buenos Aires mítica de la misma manera que también lo hizo con una Montevideo fantasmagórica la escritura de Onetti? ¿No hemos, acaso, soñado con ciudades en las que nunca estuvimos pero que dejaron para siempre sus marcas a través de ciertas páginas inolvidables?

Ciudades míticas que conforman un mapa imaginario cuya realidad es, quizás, más tangible que sus ya desvanecidas materialidades. Ciudades que buscan refugio en la memoria en una época que amenaza con destruirlas allí donde esos antiguos espacios públicos y su propia fisonomía urbana van siendo rapiñados por la voracidad del mercado y de los intereses privados. Ciudades en las que era posible tejer las experiencias de la vida y transformarlas en relato sin tener que depender de esas nuevas usinas del sentido común que han expropiado vertiginosamente aquellas experiencias para devolvérnoslas enlatadas en el discurso televisivo. Apenas si la literatura nos guarda, como si fuera un tesoro perdido, los trazos de otra ciudad y de otra manera de caminarla y de vivirla. 

Escribo estas líneas en mi casa de Saavedra y cómo no recordar inmediatamente las páginas inolvidables de Adán Buenosayres, páginas en las que participamos de esa mítica e iniciática caminata nocturna por las calles de un barrio que se ha vuelto literatura gracias a la fervorosa imaginación de Leopoldo Marechal. La memoria de una ciudad vive en el escritor y en el caminante, vive en el Borges que ficcionó el Sur hasta salvarlo para nosotros, sus lectores, de la piqueta modernizadora. Pero también permanece en el caminante, que como enseñaba Walter Benjamin, tiene que aprender a perderse entre sus calles para conocerla mejor. Dejarse llevar por los pasos como si siguiéramos las líneas imaginarias trazadas por la tinta en un papel secante; descubrir sus dobleces, sus zonas marginales, las palpitaciones secretas de la ciudad nocturna. Experiencias de una ciudad que se refugia en el recuerdo, allí donde los urbanismos contemporáneos, dominados por la furia indiscriminada de la rentabilidad capitalista y de gobiernos que se vuelven cómplices de esa avidez, la van destrozando con golpes certeros e impiadosos. 

Las marcas y las heridas del cuerpo social se manifiestan inmediatamente en la geografía urbana de un modo mucho más preciso que cualquier discurso que intente camuflar la verdad que emana de calles y barrios. La ciudad se vuelve pintura de una época y de sus múltiples contradicciones, es el mapa de la desigualdad y de las distancias que, cada día, se manifiestan con mayor intensidad. Esa misma metrópoli que durante muchísimas décadas, en el corazón de la modernidad, representó el territorio de las mezclas y de las oportunidades de ascenso social, el cruce de cuerpos diferenciados y el encuentro casual junto con violencias represivas que buscaban impedir su democratización, va volviéndose coto cerrado, espacios perimetrados por la pertenencia a determinados grupos que viven encerrados en el interior de fronteras protegidas o nos ofrece la imagen de lúgubres zonas prohibidas destinadas a la violencia gangsteril y policial, zonas donde los cuerpos jóvenes caen en las garras de la delincuencia como único modo de vivir en la ciudad que los aísla, ámbito de lo peligroso y de lo oscuro en el que se arrojan, como si fuera un enorme vertedero, todas las formas de la miseria, la exclusión y el desarraigo. Ciudad de los márgenes, oscura, peligrosa, pero llena de vidas palpitantes que se cuelan en los hogares de los buenos ciudadanos a través de su presencia en las páginas policiales de los diarios o en las imágenes de la violencia que aparecen en los noticieros televisivos. Ciudad en rojo que nos recuerda lo no dicho de nosotros mismos, la otra cara de esa ciudad “virtuosa” en la que los ciudadanos honestos despliegan sus vidas autosuficientes que, como en una película de Scorsese, sólo nos devuelve la imagen en el espejo de nuestros propios prejuicios. 

No poder caminar la ciudad de uno es como perder algo esencial; no recorrer esos otros sitios en los que también se vive o eludir la presencia del otro atemorizados ante su “peligrosidad”, nos hace más pobres en todo el amplio sentido de la palabra: pobres de cuerpo y alma. Vegetar en esa eterna repetición siempre renovada del shopping center supone ponernos de espaldas a la ciudad moderna para entrar en esa otra ciudad, la del consumo y la exclusión, la de las imágenes repetidas e insustanciales y la que ha dejado de sorprendernos hasta hacer casi imposible el hallazgo casual, el encuentro inesperado, el cruce de miradas que despiertan el deseo. Cuando la ciudad se transforma de acuerdo a un mapa de agencia de viajes, cuando nuestros pasos sólo nos llevan hacia lugares previamente esterilizados y seguros, lo que se extravía es la posibilidad misma de lo inesperado, de aquella materia prima sin la cual la vida es aquello que poetizó Charles Baudelaire en sus poemas del Spleen, allí donde la vida urbana nos devuelve la imagen del aburrimiento, el desasosiego y la banalidad. ciudad pasteurizada, llena de cámaras que registran todos nuestros pasos mientras el riesgo se agazapa detrás del habitante oscuro de los suburbios impresentables. 

¿Podrá resistir la ciudad a las exigencias del mercado y de la tecnología? ¿Seremos capaces de reconocer el peligro que se esconde detrás de las promesas modernizadoras? La literatura vivió la ciudad como el ámbito de experiencias capaces de mezclar lo cotidiano con lo extraordinario; territorio de confluencias, oportunidades, misterios y pesadumbres, un lugar en el que la vida y sus múltiples contradicciones se convertían en el material para la escritura. ¿Qué queda de esa pluralidad de voces y del calidoscopio urbano en el tiempo de la uniformidad, de los barrios privados, de las autopistas y los espacios cerrados? Del mismo modo que nuestra sociedad se hace más desigual y vuelve a sus miembros más egoístas, la ciudad, nuestra ciudad, acompaña ese proceso de desgarramiento del tejido social y expresa también las nuevas formas de la sensibilidad individualista de la cultura contemporánea, una cultura atravesada de lado a lado por las formas rutilantes e ilusorias de las mercancías capaces de reemplazar los encuentros de los cuerpos por la devoción religiosa de los objetos de consumo. 

Junto a la topadora que arrasa con edificios antiguos lo que se quiebra es nuestra propia memoria que necesita de referencias concretas, de calles y plazas, de viejos bares que, cuando volvemos a encontrarnos con ellos, nos remiten al ayer de nuestras vidas. Así como el individuo de la sociedad posmoderna va desdibujando su identidad hasta perderse en la homogeneidad del consumo masivo y globalizado, la ciudad experimenta un proceso similar de arrasamiento de sus particularidades hasta confluir en ese nuevo espacio urbano que, girando alrededor de la americanización de la cultura, acaba borrando las diferencias y las originalidades para ofrecernos la imagen de una repetición infinita plena de estaciones de servicio, shopping centers, hamburgueserías, autopistas en las que reina su majestad el automóvil, zonas exclusivas que llevan el sello de los diseñadores de moda y nuevos edificios para una vida exitosa. Esa ciudad fragmentada y desigual constituye el punto de cierre de la ciudad moderna, su lugar de clausura allí donde desaparece toda posibilidad de alquimia y de encuentro entre sujetos diferentes para ofrecernos la imagen de vidas paralelas que, eso parece, ya no podrán mezclarse, ni siquiera por casualidad. 

Tal vez por eso el recuerdo del 17 de octubre de 1945 no sea, para nosotros, hoy, más que la evidencia monstruosa de una “invasión de los bárbaros”, una escena de lo imposible que nos dejó testimonio de otra época del mundo. Y Algunos preferirían que esa ciudad popular siguiera viviendo exclusivamente entre las páginas de una novela o en las investigaciones de los historiadores pero que ya no perturbe más nuestras existencias burguesas. Lo demás es tarea de la policía. 

¿Cómo caminar una ciudad fragmentada? ¿Cómo aprender a perderse en sus calles, allí donde los territorios están claramente diferenciados y lo prohibido de ciertas zonas no nace del misterio de sus noches pecaminosas sino del asaltante que nos espera en cualquier esquina? Buenos Aires por esos azares del destino resistió hasta ahora aunque con movimientos espasmódicos y dificultades innumerables, cuando parece que ha bajado definitivamente la guardia, a la modernización globalizadora, al urbanismo del fast food para, a un ritmo vertiginoso, recuperar, para nuestra desgracia, el tiempo perdido. Una nueva furia arrasadora amenaza con hacer de la Buenos Aires en la que crecimos un mero recuerdo literario. Un aire malsano a negocio inmobiliario viene desde un gobierno, el de Mauricio Macri, que no puede sino pensar la ciudad desde la perspectiva de la especulación y la rentabilidad. Algo precioso de nuestra intimidad y de nuestra biografía se pierde junto con el sistemático borramiento de la memoria urbana y de la proliferación de una nueva forma de tabicamiento social. Una profunda transformación cultural va de la mano con las estrategias de redefinición urbanas allí donde el antiguo espíritu democrático y de movilidad social, aquel que durante décadas le dio su fisonomía a los barrios porteños, fue reemplazado –desde los ominosos y oscuros años de la dictadura genocida que hizo de la ciudad su coto de casa y de terror– por la tan posmoderna concepción de la fragmentación en la que la proliferación y la diferencia sirvieron como excusa para clausurar los puntos de contacto e intercambio. Una mañana cualquiera quizás nos levantemos y por la ventana ya no veamos las imágenes de la ciudad que amamos, sino el alucinado sueño hecho realidad de la aldea global.
Fuente:VeintiTres

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