25 de marzo de 2009

CORDOBA: HISTORIA DE NELLY LLORENS.

Como dios manda
Educada cristianamente para disfrutar de una apacible vida familiar, sobrellevó la persecución y muerte de sus hijos con un temple que, a los 88 años, conserva después de cuatro décadas de militancia por la defensa de los derechos humanos.
Por Mónica Ambort *
Desde que sus hijos fueron detenidos durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, trabajó a tiempo completo asistiendo a los presos políticos y luchando por su libertad. Una lucha que se intensificó con el régimen de Videla y los genocidas del 76, cuando la suya se convirtió en una de las familias más perseguidas del país. A cargo de una ristra de nietas y nietos que quedaron sin padres, Nelly Llorens sufrió hasta la pérdida de la gran casa donde vivían, dinamitada por un comando paramilitar.
Nieta de un chacharero que se fundió en manos del banco y las empresas transnacionales, descendiente de caudillos santiagueños, vivió sus primeros años entre alfalfares y muy joven se casó con Sebastián Llorens, un católico de comunión diaria, que fue secretario de industria durante el primer gobierno peronista en Córdoba.
En vísperas de cumplir 90 años, matriarca de una descendencia de casi cien personas, Nelly Llorens cree haber alcanzado una paz interior que le ilumina los ojos cuando repasa su historia, y la alienta a seguir atentamente la marcha de los juicios a los verdugos de la generación de sus hijos, y los entretelones de la política del país y el mundo.
Lejos de aquí
La cena con el arzobispo de Noruega fue uno de los mejores momentos de aquel periplo desesperado por Europa. En una reunión sin apuro, desde las seis de la tarde y hasta cerca de la medianoche, los anfitriones escucharon atentamente a los argentinos, con quienes cenaban a la luz de las candelas. Una delicia, dice ella al recordar al hombre alto, rubicundo, dulcísimo, dueño de un excelente español que los hizo sentirse como en su hogar.
Junto a su esposa, el religioso metodista los atendió en una residencia de campo, en las afueras de Oslo, donde vestidos de gala como para recibir a visitantes diplomáticos, entonaron para ellos unas melodías de acción de gracias y grabaron, convirtiéndolo en documento, su doloroso relato.
Dos de los doce hijos que fieles a sus sentimientos cristianos parieron Nelly y Sebastián Llorens, habían desaparecido en la Argentina de la dictadura cívico militar instalada en 1976. La esposa de uno de los muchachos también permanecía secuestrada, la mayor de la prole y uno de los varones estaban en la cárcel, y otros dos de los chicos lograron su libertad a cambio de vivir en el exilio. Después de muchos años, Nelly había vuelto a lavar pañales y preparar mamaderas. Siete pibes muy chicos, hijos de esos hijos presos, desaparecidos y exiliados, la habían convertido otra vez en madre, cuando hacía rato que era abuela. Tenía poco más de 50 años, y casi setenta su marido.
A Europa llegaron a fines de los 70 para que su nieta Valentina, nacida en la cárcel, se reuniera con su mamá, una de las dos mujeres del matrimonio. Después de estar presa y al saber que la perseguían nuevamente, la hija había huido del país en plena dictadura con la ayuda de un tío cura, dejando a su pequeña con los abuelos.
Durante un año, Nelly Llorens y su esposo recorrieron el viejo continente denunciando desapariciones, detenciones clandestinas, torturas y centros de exterminio impuestos por los militares argentinos. Buscaban desesperadamente el eco que no hallaban aquí, donde el silencio de la prensa y los partidos políticos mantenían en el más doloroso desamparo a quienes deambulaban por cárceles y campos de concentración, reclamando alguna noticia de sus seres queridos.
Con toda la fuerza
La solidaridad hallada país tras país, en cada una de las numerosas puertas que se abrían para escucharlos, fue una bocanada de aire fresco. Al volver a Córdoba, a una edad en que la mayoría de sus pares pensaba en el retiro, Nelly ocupó con una fuerza renovada la primera línea del grupo de familiares que buscaban a sus hijos.
Aunque a comienzo de los 80 la dictadura ya mostraba síntomas de resquebrajamiento, el trabajo no fue fácil. Con unas pocas madres, abuelas, esposas… Nelly relanzó la organización Familiares de Presos y Desaparecidos por Razones Políticas, de la que casi tres décadas después, es, a sus 88 años, la militante más vieja. Por edad y antigüedad.
En los últimos años del imperio castrense siguieron pateando cuarteles, exigiendo la aparición con vida de los desaparecidos y la libertad de los presos que después de tanto tiempo sin proceso, permanecían cual rehenes en cárceles y mazmorras. Cuando Raúl Alfonsín se convirtió en presidente de la Nación, Nelly y sus compañeras y compañeros concentraron fuerzas en luchar para que los genocidas fueran juzgados.
Una odisea que apenas comenzó a cerrarse hace pocos meses, en julio de 2008, el día en que el máximo jefe militar de esta zona, una de las más castigadas del país por la represión de esos años, fue enviado con perpetua a la cárcel común. Durante la sentencia, blandiendo el bastón que ahora le exigen los años y luciendo con la gracia de una niña el sombrero de las ocasiones importantes, Nelly Llorens fue una de las presencias más distinguidas en la sala de Tribunales Federales donde se realizó el juicio. Abrazada y besada sin cesar, requerida por los periodistas, con una energía acrecentada en tantos años de lucha, celebró que al fin la Justicia alcanzara al otrora omnímodo Luciano Benjamín Ménéndez, famoso por su impiedad, y a varios de sus cómplices.
Para llegar hasta allí, Nelly tuvo que vencer, inicialmente, cuando al volver de Europa se puso a militar sin descanso en Familiares, el miedo, el descreimiento de muchas y muchos familiares de presos y desaparecidos. El cansancio y el dolor de una búsqueda que parecía estéril los había desperdigado, desanimado. Recuerda todavía con qué paciencia debieron reubicarlos, entusiasmarlos, darles fuerza para que denunciaran ante la Justicia, comprometerlos de nuevo en el trabajo colectivo.
Entre sus grandes compañeras de ruta, Nelly Llorens sintió una afinidad inmediata que se mantuvo a lo largo de la militancia con Otilia Argañaraz, otra legendaria abuela de Familiares que luchó hasta el final de sus noventa años, y Sonia Torres, la principal referente de Abuelas de Plaza de Mayo en Córdoba. Un amor intenso, similar al que expresa por otros grandes amigos de militancia, como Adolfo Pérez Esquivel. Fue el Premio Nobel de la Paz quien le contó cómo había sido exterminado uno de sus hijos en Tucumán.
Experiencia previa
Durante la dictadura que Juan Carlos Onganía implantó en Argentina al desalojar en 1966 de la casa de gobierno al radical Humberto Illia, Nelly Llorens ya había militado junto a los familiares de los presos. En la Comisión de Familiares y Presos Políticos, Estudiantiles y Gremiales (Cofapep), que años después, durante la dictadura de los chicagos boys, se reciclaría en Familiares de Presos y Desaparecidos por Razones Políticas.
Cuando el régimen iniciado por Onganía agonizaba, cinco de sus hijos estaban presos por su militancia en organizaciones cercanas al Partido Revolucionario de los Trabajadores. Pablo y Sebastián, en Rawson, una de las cárceles de máxima seguridad que la dictadura autodenominada revolución argentina tenía a pleno en el sur del país. A pocos kilómetros deTrelew, otro penal tristemente célebre desde que el 22 de agosto de 1972 fueron ejecutados diecinueve presos políticos, un supuesto intento de fuga que ni los simpatizantes del régimen creyeron.
El 11 de marzo de 1973, pocas horas después de asumir como presidente, Héctor J. Cámpora dispuso la libertad de todos los presos políticos del país. Para Nelly Llorens fue un día glorioso. Ante la inminencia de la amnistía, miles de familiares habían bajado hasta el desierto patagónico, donde, como la orden de abrir los cerrojos se demoraba, avanzaron sobre el penal acompañados por los pobladores de Rawson y Trelew. Tomamos la cárcel, dice Nelly.
Padres y madres, esposas, esposos, hijos. Gente del lugar. Una multitud invadió la cárcel. Abrazan a uno, a otro, a otro más hasta fundirse con el propio. Pasan la noche en los pabellones. Casi no duermen. Cantan, comen, es un jolgorio la libertad. Por la mañana salen a la luz del día apenas protegidos contra el frío. Se envuelven en unos ponchos que los presos han improvisado con colchas grises, inequívocas de encierro. El presidio queda cada vez más lejos. Avanzan a contraluz de la montaña.
Es una foto. Una visión que Nelly lleva en el alma. Conmovida de tener otra vez a sus hijos en libertad, despreocupada de las requisas vejatorias. De esas sesiones previas a la visita, donde guardias pervertidos intentaban hurgarlos, más por humillar, que para impedir algún tráfico clandestino.
Los militantes liberados dejaron el sur en tres aviones del gobierno. En el viaje de vuelta a Córdoba, tuvo la alegría de viajar con los defensores de presos políticos Mario Amaya y Rodolfo Ortega Peña. En algún lugar de su casa, conserva un candado que robó en un descuido de los guardias.
Pero la alegría duró poco. Hoy, Nelly Llorens piensa que aquello fue un ensayo para el plan siniestro de Videla. Que la doctrina de seguridad nacional y el plan cóndor estaban en marcha. Entonces ya no hubo amnistía, sino hijos desaparecidos, más cárcel, exilio, y una lucha que no cesa.
Niña de hogar
Nelly y Sebastián Llorens tuvieron tantos hijos como dios les dio. Doce, aunque de las gemelas primogénitas, sólo sobrevivió una.
El papá de los chicos era un religioso militante de la Acción Católica y del Movimiento Familiar Cristiano. De comunión diaria. Aunque compartía la fe de su marido, Nelly no lo acompañaba en esa misa cotidiana. Ella era una mujer de su casa, totalmente dedicada a criar a los hijos que fue pariendo sin tregua durante veinte años.
La criaron para ser una niña de hogar, según las aspiraciones de las familias pudientes de capitales de provincia que en las primeras décadas del siglo pasado anhelaban casar a sus hijas con un buen partido bajo cuya tutela, pudieran dedicarse a ser madres abnegadas. Pero su educación tuvo plus.
Dos antepasados gobernadores de Santiago del Estero y unas tías maestras a la usanza sarmientina impregnaron la vida familiar de una pasión por la política, el conocimiento y el arte, que abonarían con otra sabia la historia de Nelly. Tanto como algunas relaciones lugareñas: todavía canta vidalitas que el mismo Andrés Chazarreta le enseñó a tararear.
Tataranieta de los caudillos Ruiz Alvarado, como Gregorio Alvarado, lugarteniente de Guemes, Nelly Ruiz se crió sabiendo que su abuelo chacarero se había fundido por culpa del crecimiento monopólico de las empresas agropecuarias transnacionales que reinaban a principios del siglo XX en el chaco argentino, y que antes de entregarle su tierra al banco ansioso por cobrarse las deudas, repartió lo que pudo entre la peonada. Siempre agradecida, esa gente, cuenta, se le apareció el día de su casamiento, cual ofrendas, con bolsas llenas de melones, ancos, zapallos, calabazas…
De la casona familiar que se perdió y de otra igualmente amplia y aireada que sus padres dejaron para que los hijos tuvieran una buena escuela en la ciudad, Nelly extrañará siempre, y lo dice con entonación poética, el aroma del tomillo, de la tusca, de los alfalfares… Piensa que tal vez allí nació su sensibilidad por lo esotérico, por lo ultrasensorial, un modo de sentir el mundo que trasciende su formación racionalista y que le permitió recuperar algo de paz a pesar de la pérdida de sus hijos.
A través de la evocación de sus ancestros, Nelly Llorens recorre con detalles de historiadora (ha enriquecido el relato familiar con libros de su cosecha) un largo trecho de la historia de la provincia de Santiago, donde Francisco Borges, abuelo del escritor, comparte escena con sus parientes y otros caudillos de la zona.
Vida de familia
Cuando todavía no había cumplido 20 años se enamoró de Sebastián Llorens, un ingeniero industrial de ancestros catalanes y egresado de la Universidad Nacional de Buenos Aires, que había llegado a Santiago del Estero como funcionario del Ministerio de Obras Públicas de la Nación, durante la presidencia de Roberto Marcelino Ortiz. Pronto se casaron, con misa de esponsales, y comenzaron una saga de embarazos que no interrumpieron ni el reuma, ni la difteria ni otras enfermedades que más de una vez pusieron a Nelly al borde de la muerte.
Poco después de unirse, él dirigió en el Chaco la estatal Fábrica Nacional de Envases Textiles, de la Junta Nacional de Granos, famosa por la resistencia de sus bolsas de exportación, cuyos días terminaron víctimas de la embestida de transnacionales como La Forestal.
Cuando tras un intento fallido de radicarse en Buenos Aires recalaron en Córdoba, los Llorens hacía rato que eran peronistas. Aquí, él fue secretario de industria de Juan Ignacio San Martín, el gobernador que impulsó el desarrollo metalmecánico en la provincia. Pero a pesar de su inequívoca identificación con el peronismo, muchos peronistas desconfiaban de él por su militancia religiosa. Como los radicales, que lo dejaron sin trabajo por su adhesión a Perón.
Tanto como la política y la religión, al matrimonio lo unía el amor por la música, la cultura, la filosofía… En la casa que eligieron en Arguello para criar a los chicos al aire libre, entre la tierra y los árboles, lejos de la contaminación que ya se avecinaba en el centro de la ciudad, muchas veces faltaba el dinero para llegar a fin de mes, pero sobraban los libros. Y había un tocadiscos. El único lujo, subraya Nelly, en una casa que le gusta definir como de mirillas abiertas. Allí se concentraban en tertulias interminables los amigos y amigas de su prole numerosa.
Fueron inculcando en los hijos, más amor por la libertad que por un futuro de seguridad personal. Queríamos que fueran libres, dice Nelly. Una formación en la que el tío José María Llorens, hermano de Sebastián, puso su marca indeleble. Los chicos lo adoraban. Teólogo de la liberación, Macuca era un cura jesuita reconocido por su trabajo pastoral entre los pobres de un basural de Mendoza. Fue gracias a él, a la iglesia subterránea, explica Nelly, que una de sus hijas pudo huir del país clandestinamente hacia Suecia, para evitar un secuestro seguro.
A la hora de hacer el secundario, algunos de los muchachos, Pablo y Sebastián entre ellos, enfilaron hacia el seminario de los jesuitas, en Santa Fe, elegido más para fortalecer esa cultura humanista que se vivía en el hogar que por el deseo de ser curas. Duraron poco. La resistencia a la autoridad estricta de la institución pudo más que su amor cristiano, y ninguno de ellos terminó los estudios sacerdotales.
Casi natural
De ahí a la militancia revolucionaria hubo un paso corto. Como muchos jóvenes de su tiempo, de clase media y origen católico, aunque cada vez más lejos del peronismo de sus padres, los hijos más grandes fueron incorporándose a la militancia política que a fines de los 60 y comienzo de los 70 era la meca de una generación dueña de un gigantesco sueño colectivo.
Aunque el 20 de junio de 1973 Pablo y Sebastián estuvieron con su madre en Ezeiza esperando a Juan Domingo Perón que volvía al país después de décadas de exilio, las dudas acerca de la voluntad del peronismo para responder a la expectativa de ese sueño los había acercado al Partido Revolucionario de los Trabajadores, el frente político del Ejército Revolucionario del Pueblo.
A Sebastián Llorens y a su esposa Diana Tray los secuestraron en Buenos Aires, en diciembre de 1975. Nelly lo supo por el diario. Estaba tomando un café en un bar de Catamarca, mientras su marido hacía unas gestiones de trabajo, cuando una solicitada en La Opinión donde se reclamaba la libertad de su hijo la sacudió con la noticia que más temía. No se habían enterado antes porque también ellos vivían tabicados, clandestinos.
Pudo recuperar a los dos hijos de la pareja, gracias a otro aviso del diario, que leyó accidentalmente. Los pequeños habían ido a parar a manos de la jueza Alicia Oliveira, quien buscó a los parientes de esos chicos abandonados por los secuestradores en casa de unos vecinos. Un gesto, el de la jueza, que Nelly agradece hasta ahora. En cambio, jamás recuperó a su hijo. Él y su mujer habrían sido exterminados en Campo de Mayo.
Sebastián estudiaba cine en la Universidad Nacional y su esposa pintura, cuando a su madre se le había dado, a los 50 años, por estudiar teatro. Sus elecciones artísticas les habían generado una complicidad especial, que Nelly evoca mostrando en las paredes más importantes de la sala principal de su casa serrana, unas pinturas hiperrealistas, enormes, de colores vibrantes, hechas por Diana.
A Pablo lo mataron poco después, en Tucumán, adonde la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo libraba una batalla muy desigualdad con las fuerzas armadas. Según la historia que pudo reconstruir, a su muchacho lo asesinaron junto a Svante Grande, un amigo sueco, hijo de un pastor nórdico.
Nelly nunca recuperó el cuerpo de Pablo. Su amigo Adolfo Pérez Esquivel le dio detalles espantosos: que en Tucumán, como en Vietnam, los militares mataban con nepalm.
Dos hijos y una nuera perdidos, tres en la cárcel, dos en el exilio, los más chicos demasiado chicos todavía. La familia diezmada, media docena de nietos sin padres… Ellos mismos vivían huyendo y escondiéndose donde podían. Después de catorce allanamientos, la casa de Arguello, en cuyo parque Nelly hizo crecer unos árboles entrañables, había sido dinamitada por un comando paramilitar. Con la venta de esas ruinas, Nelly y su marido viajaron a Europa a ver a sus hijos exiliados y denunciar los crímenes que una mayoría aterrorizada en Argentina se negaba a admitir.
Como los Vaca Narvaja, los Pujadas, los Santucho en Santiago del Estero, los Llorens se habían convertido en una de las familias más castigadas por los militares. Después de los Pujadas, fusilados y arrojados a un pozo, siguen los Llorens, los había amenazado alguien. Familias de prole numerosa, activismo revolucionario, y padres que no vacilaron en arriesgar vidas y bienes para defender a los hijos, aun cuando en muchos casos estuvieran en sus antípodas ideológicas.
Algo habrán hecho
Han pasado más de treinta años. Nelly Llorens vive sola en una casita de barrio Los Bulevares, amurallada tras varias alarmas. El 28 de julio de 2010 cumplirá 90 años. Menuda, su cabellera india apenas entrecana, los recuerdos frescos y una agenda siempre a pleno, lucha con un manojo de llaves mientras dice que algo habremos hecho con los jóvenes de hoy para que tantos de ellos se dediquen a robar.
No hace mucho la han asaltado y maltratado para despojarla de algunas cosas. Pero ella se resiste a dejar la casa. Su dignidad, dice, le impide instalarse en lo de algún hijo.
Durante una primera entrevista para escribir esta historia, el teléfono suena por lo menos cinco veces. Cinco de sus hijos. A pocos metros vive Javier, el mayor de los varones. Algo más allá, Lázaro, uno de sus treinta nietos. Para reunirse a fin de año, los Llorens alquilan salón, vajilla, sillas… Son como cien. Casi cuarenta bisnietos. Sonríen desde las decenas de portarretratos que se expanden por el living, iluminando el pequeño rincón de las fotos blanco y negro de los que faltan.
El abuelo Sebastián -él y Nelly fueron uno solo en la lucha por sus hijos- murió en 1994, el día que volaron la Amia (Asociación Mutual Israelita Argentina). En los peores tiempos, se las arreglaba para colorear la vida de los nietos que cuidaban con su esposa. Como uno más, jugaba con ellos al estanciero, a la lotería, a las barajas… Encabezaba las excursiones al río de Ani Mi, la pequeña villa aledaña a Agua de Oro que convirtieron en refugio del nieterío cuando les volaron la casa de Arguello.
Tratábamos de darles alegría, para que no sintieran la ausencia de sus padres, cuenta en el living comedor de esa misma casa, una sencilla casita de campo donde junto al crucifijo de siempre se ha puesto sus collares de semilla y la túnica rosada, artesanía autóctona que una hija le trajo de México. Como de gala, para terminar la entrevista.
Está de vacaciones, con la mayor de la familia y dos bisnietos que la hacen enojar porque no comen lo que les prepara. Desde Buenos Aires, una de las nietas que crió le ruega que viaje porque su pequeña hija cumple un año y no quiere que falte a la fiesta.
Ahora que la vida ha adquirido cierta normalidad, puede conversar con menos urgencias. Dice que a veces comenta con sus hijos, cosas que antes no tuvieron oportunidad de hablar. En otras ocasiones, apelando a su autoridad matriarcal, intenta poner un poco de orden en las posiciones políticas de la familia. Aunque mira preocupada adónde va el gobierno, recuerda que fue votado por la gente, y amonesta al ala más antikirchnerista de sus descendientes: hay que respetarlo, dice.
Habla una vez más de Pablo y Sebastián. Los he amado mucho, los he llorado. He sufrido tanto. Menos mal que tuve el gran recurso de la oración, cuenta. Incluye en el recuerdo a Alfredo Cuqui Curutchet y a Carlos Altamira, asesinados por las Tres A. Los he llorado como a hijos, recuerda. Y los ojos le brillan de humedad. ¿Pensó alguna vez que de haber sido una madre más tradicional, ellos estarían vivos? Los educamos para la libertad, no para que fueran doctorcitos, afirma serenamente, como quien dice así debía ser. Veníamos de un país muy injusto, y ellos hicieron una insurgencia. Insurgencia, me gusta esa palabra, subraya. Y termina: Si los santos existen, ellos son nuestros santos.
Fotografías gentileza Lázaro Llorens.
(Fuente:Rdendh-Prensared).

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